Buenos Aires al
Pacífico
Rufino es un pequeño pueblo de la Provincia de Santa Fe, a unos 90km de
Venado Tuerto, a 70 de Laboulaye y a otros poco más de 100 de General Villegas,
donde se conjugan las rutas 7 y 50. Santa Fe, Buenos Aires y Córdoba, a un
paso. Su fisonomía es la típica de cualquier pueblucho del interior de nuestro
país, de casas bajas, potrero y vida tranquila. Nunca pasa nada en estos lares.
Mi pasión siempre fue el fútbol. Las largas jornadas en el potrero y
los domingos en casa del tío Dante, de mateadas e historias inacabables,
hicieron de mi vida, una pelota. Cuando me despertaba, cuando iba a la escuela,
en el almuerzo, merienda y cena, siempre con el cuero bajo la suela. Siempre en
los pies. Y en la cabeza.
Nací, crecí y viví escuchando las historias casi de fantasía, contadas
por mi tío, de un genio de la pelota. Es que de lo único que habla en este
lugar, es de fútbol. Creo yo que porque los únicos que dejaron en alto el
nombre de Rufino en Argentina, fueron dos jugadores. Bernabé Ferreyra y Amadeo
Carrizo.
«Usted
no sabe, mijo, cómo se gritaban cada domingo los goles de Don Bernabé. Yo los
gritaba de puro vicio, a mí siempre me tiraron los colores del Racing Club,
pero todos éramos del equipo de “La Fiera”», relató Dante hasta el último de
sus días, en cada juntada, en cada mateada.
Luego
llegaron las atajadas de Amadeo. Y esas nadie me las contó. Las viví.
Amadeo
Carrizo partió de aquí un 6 de marzo de 1943, cuando yo cumplía, ese mismo día,
mis diez años. Me acuerdo bien, porque la gente se amontonó en la estación de
trenes para despedirlo «¡No vuelvas Amadeo!¡Ojalá te quedes mucho tiempo en
Buenos Aires!» le gritaban irónicamente, deseándole buenos augurios en la
prueba en River Plate. Y se quedó para siempre.
Pasaron
dos primaveras desde aquel día y River alineó, luego de seis años y tras el
retiro de Bernabé, a un rufinense en su equipo. Amadeo sufrió un gol en su
valla, pero los millonarios terminaron ganando por 2-1. Eran tiempos de “La
Máquina”.
Para esa época, ya era un poco más grande y
vivía el fútbol como uno más entre mi padre, tíos y primos mayores. Tal era el
fervor de todo ese pueblo cada vez más riverplatense, que, a mediados de ese
año, el dueño de los trenes “Buenos Aires al Pacífico” (BAP) –también
propietario del club de fútbol más importante de la zona- dispuso una formación
para que podamos ir a la Capital a ver cada partido de Amadeo.
Así
comenzó una de las etapas más lindas que recuerde de mi adolescencia. Los
sábados nos juntábamos cerca del mediodía en las instalaciones del BAP,
compartíamos un asado entre los más de treinta entusiastas, y luego
emprendíamos el viaje a Buenos Aires.
La
primera experiencia no me la olvido más. Nunca había tomado un tren. Jamás.
Tenía miedo de que el vagón descarrile o que choque con otro que venga de
frente. Era una sensación nueva y ajena a mi vida en Rufino.
Al
principio tuve miedo, pero luego el tiempo pasó y mis fabulaciones en cuanto a
esa máquina quedaron atrás. El andar sobre los rieles era ligero y mucho menos
alborotado de lo que imaginaba. Ante esta nueva situación saqué una conclusión:
viajar en tren es una forma de viajar al futuro. Cuando fuimos creados teníamos
nuestras piernas y nada más. No fuimos diseñados para llegar de Rufino a Buenos
Aires en siete horas, sino para tardar días o quizás semanas. Eso me
impresionó. Sentí que estaba en camino hacia el futuro. Y lo estaba.
El trayecto contaba con varias
paradas. Primero en Vedia, luego en Junín, Chacabuco, Luján y, la estación
terminal, Retiro. Tardamos unas siete horas para completar el recorrido. Siete
de ida y siete de vuelta. Toda una odisea por la pampa argentina.
Para pasar el rato jugamos a las
cartas, mientras alguno de los más experimentados cebaba unos amargos para los
presentes. Otros, los menos estructurados, lo hacían tomando vino, fumando unos
puros y jugando partidos de fútbol con una pelota de trapo en el furgón, cuando
la ligereza de los rieles lo permitían.
Cuando faltaba menos de media
hora para llegar a destino, los nervios volvieron y la ansiedad no me dejaba
pensar en nada. Ni siquiera en las atajadas de Amadeo que me esperaban al final del recorrido. Sólo
quería llegar.
Y llegamos.
Recuerdo que era de noche,
seguro entre las ocho y las diez. Buenos Aires no tenía cielo. Era
completamente oscura. La Luna y las estrellas no podían hacerse lugar entre
tanto hollín. El firmamento de Rufino era siempre un espectáculo. Éste no tenía
vida.
Nos bajamos del tren y nos
dirigimos en caravana hacia un enorme tinglado que, cuando no necesitaba ser el
asilo de nadie, hacía las veces de taller de reparación para las locomotoras.
No era ningún lujo. El techo se encontraba a unos veinte metros de altura y era
cruzado por enormes vigas de metal de las cuales colgaban tímidas luces. Esos
pocos halos de luz eran lo único que permitía que no nos llevásemos todo por
delante. No se podía siquiera jugar a las cartas en esa penumbra.
Al día siguiente nos levantamos
de madrugada y fuimos a la sede porteña del club BAP. Comimos un asado, algunos
se emborracharon y partimos hacia el estadio Monumental. Allí esperaban Amadeo,
Ángel Labruna, Adolfo Pedernera, Néstor Rossi y todos los integrantes de la poderosa
“Máquina” de River Plate.
Cómo describirlo. El gigante se
alzaba en tierras de nadie y se lo podía ver a más de cinco kilómetros de allí.
Cuando llegamos me quedé petrificado. Nunca había visto algo semejante. Nunca
una estructura me había movilizado tanto. El corazón se me salía del pecho.
Trepé las escaleras como si se tratara de una carrera de velocidad. Llegué
primero. Me acerqué a la boca de acceso a la tribuna y otra vez me paralicé. Las
gradas colmadas. La hinchada de traje y galera para ver a los caballeros del
fútbol desplegar su magia a lo ancho y largo de esa campo de juego de
dimensiones descomunales. Todo allí era más grande e imponente. Todo se
magnificaba. El fútbol, los sentimientos y hasta el cielo, que cobró un poco de
vida para cuando la pelota empezó a rodar.
Ahí la tenía Eduardo Rodríguez que
tocaba para Ricardo Vaghi y luego éste para Néstor Rossi. El “Pipo” armaba
juego y distribuía el balón a sus costados con José Ramos y Norberto Yácono. A
su vez, éstos triangulaban con los wines, Félix Loustau y Juan Carlos Muñoz,
para que luego le entreguen el cuero a Ángel Labruna o José Manuel Moreno y
culminen la jugada en gol. Cuando las papas quemaban, todas iban para el
cerebro, Adolfo Pedernera. Eran infalibles.
El gran orgullo rufinense,
Amadeo Carrizo, completaba el once titular de aquella verdadera máquina que
funcionaba a la perfección. Desde abajo de los tres palos, Amadeo impartía
orden como si fuese un experimentado guardavalla. Su personalidad determinante
hacía disimular sus escasos 19 años. Ya era todo un hombre.
El partido resultó un trámite
para los nuestros. Con dos de Labruna, uno de Pedernera y otros dos de Alberto
Gallo y Joaquín Martínez, River aplastó 5-2 a Platense. Fue por la decimoquinta
fecha del torneo, un 12 de agosto. Nunca se me borrará de mis retinas.
Días como estos se sucedieron a
lo largo de todo aquel 1945, en el que River se terminó coronando campeón del
fútbol argentino. Durante los años posteriores, cada vez en mayor número de
concurrencia, también realizamos la travesía para ir a ver al gran Amadeo.
Pero un día se terminó. Era el 7
de diciembre de 1948 y al día siguiente iban a enfrentarse, en el Monumental,
River y Boca Juniors. Comimos el asado, como de costumbre, y luego nos fuimos
para la estación, como de costumbre. Llegamos a los andenes y no había trenes.
No había nadie. El panorama era desolador, como si se tratase de una estación
abandonada. Los comercios que habitualmente ocupaban los puestos de la terminal,
se encontraban vacíos. Nadie entendía nada.
Al cabo de dos horas llegó
Sebastián, el jefe del grupo, con la triste noticia. –Muchachos- respiró
profundo, miró al piso, arriba, a todos lados y tomó coraje -el tren que nos
tenía que llevar no va a venir. De hecho, ni ese ni ningún otro tren volverá a
pasar por la terminal de Rufino. Nos mataron-. Nos mataron, nos mataron. Fue
ese instante acaso el más horrible de mi vida. Sentí que me faltaba el aire,
que me arrancaban el alma.
Más tarde supimos que el
gobierno nacional había tomado el control de las líneas de todo el país y que
decidió eliminar a Rufino del mapa ferroviario. Así también otros miles de
pueblos corrieron con la misma suerte. Algunos terminaron por desaparecer.
Tuvimos
que volver a la radio. A imaginarnos las atajadas de Carrizo, los desbordes de
Loustau y los goles de Labruna. Hasta empezamos a añorar los cielos negros de
Buenos Aires y sus calles desbordadas de impaciencia y alboroto.
Luego,
el olvido. De casi cincuenta que nos juntábamos a escuchar los partidos, al
cabo de diez años éramos ocho, en el mejor de los casos. La mayoría no quiso
saber más nada del fútbol. Con el tren, también se llevaron la pasión del
pueblo. “Buenos Aires al Pacífico”, rezaba la terminal de Rufino.
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