Por Tomás Torres
El músico
No sé quién carajo me mandó a estudiar esto. Claro, diez años mintiendo
en todas las reuniones familiares, que cuándo nos tocás algo, que buenísimo que
sigas el camino de tu padre. Por qué no se meterán en sus asuntos. Pero igual
ellos no tienen la culpa; la tiene mi viejo. Desde que tenía cinco años él ya
sabía que no me gustaba nada la música que hacía. Me puse firme con mi decisión
y la mantuve. Bueno, hasta hace dos semanas.
Diez y media de la noche, cinco grados y una lluvia que parece que Dios
la planeó para joderme la vida. Y nada más que para joderme la vida a mí,
porque soy el único que camina a esta hora por Corrientes y la 9 de julio.
Además, tengo que llevar la mochila y el estuche de este instrumento maldito.
Del paraguas ni hablar. Me lo olvidé en casa, pero no lo hubiese podido usar.
Diez y cuarenta y cinco. El
último subte para el norte de la ciudad sale, de la Estación Alem, a las 22:49
y justo me agarró el semáforo de la avenida más ancha del mundo. Para cruzar la
9 de julio se necesitan de dos cortes, y a razón de un minuto por corte, me
sobrarán dos minutos. Me llego a perder el subte porque a la profesora, con este
día horrible, se le ocurrió hacer una evaluación general de cómo venía cada
alumno, cuestión que nos condujo a irnos media hora más tarde de lo normal, y
no voy más. O quizás tampoco vuelva si el vagón me espera amablemente a mi
arribo al andén.
Crucé la avenida. Diez y
cuarenta y ocho. Al trote alcancé la escalera de la estación Carlos Pellegrini y
luego no recordé más nada. Debo haberme resbalado y golpeado la cabeza contra
los escalones. De hecho, cuando recuperé la conciencia, recorrí con mi mano la
parte superior del cráneo y sentí el dolor de dos inmensos chichones. Nada
grave. Creo. Lo cierto es que desperté al final de aquel primer tramo de la
escalera y con una música acreedora de una melodía fantástica, que retumbaba en
aquellos pasillos laberínticos. Era un saxo. Por primera vez me gustó el sonido
de un saxo. Ese detestable instrumento que tantos dolores de cabeza me había
traído.
Al fin me reincorporé. Intenté
limpiarme el jean y la campera que, indefectiblemente, se habían ensuciado y
mojado por la mugre y la lluvia que aún persistía. Tenía todo en su lugar; el
saxo en su cajuela, la billetera en el bolsillo trasero y el celular en el
delantero.
¡La hora! Diez y cincuenta y
nueve y la gran puta. Ya está. Perdí el último tren. Lo único que le faltaba a
esta noche, es que tenga que ir a esperar el colectivo y mojarme más todavía.
Ni loco. Ahora lo llamo a mi viejo y que me venga a buscar. Él fue quien me
jodió la vida para que empiece estas clases, así que tiene que hacerse cargo.
Me acordé de la música. Todavía
llegaban a mis oídos aquellos macabros acordes que hacían, por unos instantes,
que ame al saxo. Entre tantas negativas, una buena tenía que ocurrir. Mientras
me dirigía a donde el sonido me llevaba, iba imaginándome quién podía estar
detrás de semejante obra. De esa obra que había terminado por revocar mi
insensato odio a ese instrumento de aire. Pensaba en una mujer hermosa, simple,
vestida con uno de esos pantalones sueltos y multicolores que usan los “vagos”,
un buzo de lana con más años que mi abuela y unas zapatillas de lona,
agujereadas y escritas con lapicera. También me la imaginé morocha, de ojos
claros y mirada penetrante, de esas que te vuelan la cabeza.
Era un tipo. Flaco, alto, de
pelo enrulado, cara larga y aspecto frágil. Yo sabía que no tenía que
acercarme. Me había salido todo mal hasta ese momento, ¿por qué habría de
cambiar la suerte? Disimulé un rato observando el movimiento de sus manos y
haciendo muecas de asombro con el rostro. De todas formas, pese a mi poco
interés y desilusión de no encontrarme con la madre de mis hijos en ese lugar,
admito que el tipo era muy bueno. Se le notaba en el movimiento de sus dedos
sobre las llaves, que resultaban con la misma naturaleza con la que alguien
camina o respira. El instrumento parecía una extensión de sus manos y las notas
conjugaban de una manera perfecta. Nunca había escuchado el alarido de un saxo
de una forma tan armoniosa. Ahora me es evidente que mi padre siempre fue un
pésimo saxofonista.
Terminó. Cesó de soplar y detuvo
sus dedos. Yo estaba solo. A unos veinte metros, en la ventanilla donde se
expenden los boletos, un policía escoltaba a dos empleados del subterráneo que
se disponían a cerrar la estación. Dudo que ellos le hayan prestado atención
alguna al escuálido hombre, de pelo rizado y aspecto deteriorado, que
derrochaba talento con su música. Allí estaba, sólo frente a él. Atiné a
aplaudir, pero me detuve por pensar en lo idiota que quedaría al hacerlo. Metí
la mano en el bolsillo, saqué un billete de cinco pesos y lo reposé en el
terciopelo que envuelve por dentro al delicado estuche donde luego descansaría
su saxo. Cuando me agaché para dejar la plata, llegué a leer una frase
impregnada en uno de los laterales del estuche, que rezaba: “El músico es por
fin la tenebrosa ansiedad de no volverse loco por el tiempo”.
“Gracias”, me dijo, “de nada”,
le contesté, y pegué media vuelta para irme. Cuando me acerqué a la boca de
salida, sentí la imperiosa necesidad de volver con el flaco. El saxo latía
dentro de mi funda; tenía ganas de salir de ahí, inspirado por aquel hombre, y
recibir un poco de buen trato. Es que yo sólo lo había hecho pedazos. Además,
la lluvia ni siquiera amagó a detenerse.
Volví y allí estaba, recogiendo
la mísera recaudación de martes a la noche, de una ciudad que no tiene tiempo de
pararse, escucharlo y ofrecerle su merecida recompensa. Es más, mi contribución
de cinco pesos acompañaba a otras pocas monedas, que exagerando, hacían entre
todas otros cinco. Seguí observándolo. Luego se dispuso a guardar su
herramienta de trabajo. Y es que así lo cuidaba, como si fuese el último, el
único. Entonces me pregunté cómo cuidaríamos las cosas si supiésemos que son
las únicas que vamos a tener a lo largo de toda la vida. De seguro las cuidaríamos
como ese hombre lo hacía con su saxo. Con una franela recorrió de punta a punta
todo el largo y ancho de su cuerpo. Lo empañaba con su aliento y luego, antes
de que se seque, le pasaba el trapo por encima. Así unas diez veces en total.
Lo quería más que a su familia. Si es que la tenía.
“Ee.. yo también toco el saxo,
je”, le dije con una voz digna de un estúpido tímido. “Ah, bien”, deslizó con
un murmullo y no dijo más. Siguió guardando el instrumento como si no hubiese
escuchado mis palabras. Mis plegarias. No sabía cómo decírselo, pero quería que
toquemos juntos. “Disculpe, yo también toco el saxo”, repetí temeroso sin
animarme a la súplica. Antes de que me responda revelé el estuche que llevaba
en la espalda, pero cuando atine a abrirlo, me interrumpió: “No, pibe. Hoy no
¿te parece si venís mañana?”. Sí, me parece; creo que lo pensé, pero no se lo
dije. Me despidió con una sonrisa mientras finalmente terminaba el ritual
precedente a guardar el saxo. Me alejaba sin querer irme y me daba vuelta a
cada metro para observar sobre mi hombro a aquel tipo, que hecho canción, me
había transformado, de un segundo a otro, en la ridícula idea del tipo que
nunca quise ser.
“Viejo,
no sabés lo que me pasó ayer”, le comenté a mi viejo mientras desayunábamos en
la mesa de la cocina. Entre sorbo de café y mordisco apresurado a la tostada, resumí
en cinco minutos todo lo acontecido. “Viste Albertito que yo te dije. Es
cuestión de empezar, después todo fluye solo. La música es así; de un día para
el otro te volvés fanático y no sabés bien por qué. A mí me pasó lo mismo
cuando tenía tu edad”. A veces el tipo este tiene razón. Después de un minuto
de atragantarnos con el desayuno, ambos en silencio, me intrigó saber qué era
lo que le había pasado. “Y viejo, ¿qué es lo que te pasó a vos? ¿Fue con la
música también?”, le pregunté, pero, con la boca llena y haciéndome gestos de
que espere un poco, se fue para el cuarto. A los cinco minutos volvió, ya
vestido de traje para ir al laburo y me dijo: “A la noche tenemos que hablar;
ahora me tengo que ir. Chau hijo”. Me dio un beso en la mejilla y se fue. Yo
quedé allí, petrificado, mirando cómo el café se enfriaba y pensando en qué era
lo que quería mostrarme mi viejo.
Hoy el subte no se salió con la
suya; llegué a horario. Anoche ya había planeado todo mi día: de ocho a doce a
la facultad, a la una llego a casa, almuerzo, juego un rato a la play y después
me voy a la casa de Santi a preparar el cumpleaños de Leandro que es el viernes;
a las siete vuelvo a casa, como algo y salgo para estar a las diez y media en
punto en la estación de subte donde ayer me crucé al flaco.
Fue un día de porquería. El
profesor de anatomía nos tomó parcialito sorpresa y me liquidó. Claro, ayer
llegué a casa a la una y no tuve tiempo ni de entrar a twitter, ni de
responderle el mail a la profesora de saxo que, densa ella, ya nos había
enviado el cronograma de las clases del mes próximo y que debía ser confirmada
su recepción lo antes posible. Cuando me desperté, a las seis y cuarenta y
cinco, ya tenía otro mail: “¿Te llegó?”. Después de la facultad llegué a casa y
no había ni una miga de pan para comer; me fui al almacén de la vuelta para
comprar un poco de fiambre, pero a Osvaldo, el dueño del sucucho ese, se le
ocurrió ir a almorzar justo a la misma hora que yo. Cuestión que me tuve que
caminar cinco cuadras hasta el supermercado, me arrancaron la cabeza con los
precios y cuando volví a casa me di cuenta de que me había olvidado la bolsa de
pan en la cinta de la caja. Otra vez tuve que caminar las diez cuadras. Y para
completar el combo, caí a lo de Santi para organizar la fiesta del viernes,
pero Julián y el pollera de Nacho se bajaron a último momento; el primero
porque inventó que se sentía mal y el otro por la novia, que lo tiene así de
cortito, aunque él lo niegue rotundamente. Entonces no pudimos organizar nada.
Terminé rápido de cenar, me puse
la campera, tomé el saxo y me fui para el centro. Mi vieja no entendía nada,
pero creo que mi papá le contó la historia que tuve ayer. Tomé el subte diez y
cinco, y llegué al andén de la estación Carlos Pellegrini veintidós minutos
después. Entre que subí la escalera y procuré no perderme en los pasillos donde
confluyen los túneles de las líneas B y D, se hicieron las diez y media. Justo
a horario.
No había nadie. Donde ayer
estaba el hombre, hoy había una señora joven, con un hijo en brazos, vendiendo
películas piratas. “Disculpe –le dije– no vio por acá a un hombre delgado, con rulos,
un saco de lana y tocando el saxo, la trompeta; eso”. Creo que no entendió ni
medio porque, disintiendo con la cabeza y achinando los ojos, me preguntó “¿qué
carajo es un saxo?” y luego afirmó que “todas las noches estoy yo en este
lugar”. Qué raro. Si yo lo había visto al tipo este. No estoy loco.
Volví a casa rápido. Los pocos
minutos que me demandaron el intercambio de palabras con la vendedora
callejera, me posibilitó tomar el último tren de regreso. Me crucé con mi viejo
que todavía estaba despierto y me preguntó por qué había vuelto de golpe. Le
comenté y me dijo: “Lo encontré ¿viste lo que hablamos a la mañana antes de
irme?”. Le dije que sí, que me acordaba y que quería saber qué era lo que
estaba ocultando. Se levantó del sillón, caminó hasta la biblioteca y sacó una
cajita de madera que jamás había advertido. No era la gran cosa, no tenía
ningún motivo especial. Era una cajita común y silvestre; seguro por eso nunca
me había llamado la atención. La abrió con mucho cuidado, casi religiosamente.
Adentro descansaba un papel. Bah, una servilleta ¿para qué tanta cajita y
ritual por una servilleta? La sacó, deshizo tres pliegues y la leyó: “El músico
es por fin la tenebrosa ansiedad de no volverse loco por el tiempo”. La misma
frase, ¿cómo puede ser? Sentí un frío recorrer, en una décima de segundo, todo
el largo de cuerpo. Todo se movilizó en mí. Quedé congelado. Quería abrir la
boca, decir algo, pero no podía. “Martes cinco de mayo de 1982 a las diez y
cincuenta y nueve de la noche, en la estación Carlos Pellegrini, un hombre
tocaba el saxo; ese instrumento que odiaba con todo mi ser, pero que tu abuelo
me había obligado a estudiar. Mientras lo escuchaba, alcancé a leer esta frase
en el estuche. Cuando llegué a casa la escribí en lo primero que encontré,
antes de que me la olvidase. Ayer se cumplieron treinta y un años exactos”,
reveló con un temblor y un asombro que ya era general. Nos dimos un beso, nos
abrazamos fuerte y cada uno se fue a su cuarto.
No pude pegar un ojo en toda la
noche. Me quedé pensando en aquello que había ocurrido ¿qué fue? ¿El golpe en
la cabeza me hizo alucinar? Y aquellos policías que estaban en la estación ¿por
qué no me avisaron que estaba hablando con la pared, o con una vendedora de
películas? ¿Qué fue lo que realmente pasó? ¿Había sido el mismo hombre que
sorprendió a mi padre treinta años atrás? No creo.
Al día siguiente, y durante cuatro meses consecutivos –y contando-,
visité la estación Carlos Pellegrini a la misma hora y en el mismo lugar en el
que había visto a aquel hombre. Me obsesioné. Recorrí todos los subterráneos de
la ciudad preguntando en cada estación y a cada policía, trabajador y vendedor
callejero, si había visto al saxofonista. “No, nunca lo vi”, fue la respuesta
que se repitió una y otra vez. Jamás volví a verlo.
No sé qué fue lo que ocurrió esa noche, ni treinta y un años atrás. Sólo
quiero volver a ver a ese hombre que revolucionó mi alma y me mostró un mundo
nuevo, que hasta aquel momento no conocía ni me interesaba conocer. A ese
hombre que me enseñó que la música y la poesía son formas de vivir y
trascender. Sólo me gustaría volver a verlo y decirle, una vez más: “gracias”.
Nota: La frase “El músico es por fin la tenebrosa ansiedad de
no volverse loco por el tiempo” pertenece al poema “El músico”, del libro “Guitarra
negra” de Luis Alberto Spinetta.
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