Tomás Torres. Con la tecnología de Blogger.

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Gracias al campeón



Desde el domingo a la madrugada, cuando los televisores cambiaron de canal y las redes sociales se poblaron de eruditos del pugilismo, que el tema me sigue girando en la cabeza. Me persigue. En el ring lo tiraron tres veces. Los argentinos lo hicieron otras mil. O millones. ¿Con qué autoridad? Ninguna. Con un corazón que temblaba al ritmo de las angustiosas rodillas, lo vimos por última vez. Ojalá sea el final. No hace falta más. No queremos más.


El atardecer era un hecho, y las luces del triste cielo de fin de otoño se apagaron para darles protagonismo a las otras que brotan del asfalto. Un tipo con guitarra se escabulló entre cuerpos cansados, silenciosos, que esperaban, ahora bajo tierra, llegar a casa. El tipo, de metro y medio, pelo largo y raya al medio, jeans raídos de buscar en la ciudad a alguien que le preste el oído a su guitarra, a su voz finita y alegre, cantó y entonó sin acento barcelonés coplas de Antonio Machado que Joan Manuel Serrat hizo canción. “Golpe a golpe, verso a verso. Murió el poeta lejos del hogar”, dijo. Y me acordé del domingo, de la tele que prefirió volverse negra, del izquierdazo que marcó la suerte de la noche, de las tres veces que cayó, de las que se levantó, y del rincón que dijo basta. El tipo siguió cantando otra canción que no recuerdo ni es preciso recordar. El tipo se fue, y me dejó otra vez con el tema girando en la cabeza.

El tipo me había sorprendido leyendo, casualmente, sobre boxeo, en letras de Dante Panzeri. El tipo, Panzeri, fue grande en el periodismo deportivo. El mejor, quizás. Pero hablaba de homicidio legalizado para referirse al deporte en cuestión. Decía, en 1964, que las muertes causadas por el boxeo –que ascendían a 500 por entonces– no eran el mayor problema del pugilismo, sino los otros vivos que quedaban idiotizados luego de su práctica. Lamento no poder ser su ladero en esto, Dante. Aunque mire si era un visionario, no sólo en sus predicciones futbolísticas, que gracias a las tecnologías que el Siglo XXI nos brinda, la idiotización del boxeo ahora llega en tres dimensiones y traspasa discreta la pantalla. En cada casa argentina que el domingo sintonizó la pelea, hubo un olvidadizo, un ingrato, un idiota que se sentó en el sillón en espera de una derrota de su compatriota, sólo para reafirmar su presunción que todavía debe creer cierta, que lo ubica a Sergio Martínez como un boxeador de poca monta, un “paquete”, un tipo que no le dio nada al pugilismo argentino. Vaya si el boxeo idiotiza, Dante. Porque fueron los mismos que hace dos años lo subieron a un pedestal, los que ahora lo reducen a la figura de un charlatán y fanfarrón.

El tipo, Martínez, fue campeón del mundo, considerado uno de los tres mejores del mundo en su momento de esplendor. Con él, los gimnasios se volvieron a llenar. Con él, también, una generación comenzó a ver boxeo. Los otros, los más viejos, los que habían muerto con Carlos Monzón, encendieron sus televisores otra vez para ver cómo un argentino ponía en alto el prestigio del pugilismo nacional. La familia volvió a congregarse tras las pantallas para ver un deporte que no fuese fútbol. Como nunca antes en la historia del país, un estadio de 40 mil personas se llenó para seguirlo e idolatrarlo. ¡Hace cuánto que un boxeador no era ídolo popular! El tipo, Martínez, claro, refundó un deporte. Es leyenda viva. No tiene que demostrarle nada más a nadie, porque ya dio todo. La caída ante Miguel Cotto no fue más que el desenlace de una carrera brillante. A veces los campeones no saben retirarse a tiempo. Él quería una batalla más.

Y, como dijo el tipo, el poeta murió lejos del hogar. No lo merecía, pero así lo quiso. Los movimientos de pierna y cintura que habían dibujado obras maestras dentro del cuadrilátero, se marcharon. Las pinceladas que de los guantes nacían en otros tiempos, ya se han ido. Golpe a golpe, así vio el poeta derrumbarse lo que quedaba de él. Los puños se desdibujaron, las piernas cedieron, la cintura vio corromperse el centro de gravedad, el empapado rostro se hinchó, la vista perdida se nubló, el corazón impávido le dijo seguí, el sensato entrenador le dijo que no, y nosotros le decimos gracias, gracias, gracias al campeón.


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