Desde el domingo a
la madrugada, cuando los televisores cambiaron de canal y las redes sociales se
poblaron de eruditos del pugilismo, que el tema me sigue girando en la cabeza.
Me persigue. En el ring lo tiraron tres veces. Los argentinos lo hicieron otras
mil. O millones. ¿Con qué autoridad? Ninguna. Con un corazón que temblaba al
ritmo de las angustiosas rodillas, lo vimos por última vez. Ojalá sea el final.
No hace falta más. No queremos más.
El atardecer era un hecho, y las luces del triste cielo de fin de otoño se apagaron para darles protagonismo a las otras que brotan del asfalto. Un tipo con
guitarra se escabulló entre cuerpos cansados, silenciosos, que esperaban, ahora
bajo tierra, llegar a casa. El tipo, de metro y medio, pelo largo y raya al medio, jeans
raídos de buscar en la ciudad a alguien que le preste el oído a su guitarra, a
su voz finita y alegre, cantó y entonó sin acento barcelonés coplas de Antonio Machado que Joan
Manuel Serrat hizo canción. “Golpe a golpe, verso a verso. Murió el poeta lejos del hogar”,
dijo. Y me acordé del domingo, de la tele que prefirió volverse negra, del
izquierdazo que marcó la suerte de la noche, de las tres veces que cayó, de las
que se levantó, y del rincón que dijo basta. El tipo siguió cantando otra
canción que no recuerdo ni es preciso recordar. El tipo se fue, y me dejó otra
vez con el tema girando en la cabeza.
El tipo me había
sorprendido leyendo, casualmente, sobre boxeo, en letras de Dante Panzeri. El
tipo, Panzeri, fue grande en el periodismo deportivo. El mejor, quizás. Pero
hablaba de homicidio legalizado para referirse al deporte en cuestión. Decía,
en 1964, que las muertes causadas por el boxeo –que ascendían a 500 por
entonces– no eran el mayor problema del pugilismo, sino los otros vivos que
quedaban idiotizados luego de su práctica. Lamento no poder ser su ladero en
esto, Dante. Aunque mire si era un visionario, no sólo en sus predicciones
futbolísticas, que gracias a las tecnologías que el Siglo XXI nos brinda, la
idiotización del boxeo ahora llega en tres dimensiones y traspasa discreta la
pantalla. En cada casa argentina que el domingo sintonizó la pelea, hubo un
olvidadizo, un ingrato, un idiota que se sentó en el sillón en espera de una
derrota de su compatriota, sólo para reafirmar su presunción que todavía debe creer
cierta, que lo ubica a Sergio Martínez como un boxeador de poca monta, un “paquete”,
un tipo que no le dio nada al pugilismo argentino. Vaya si el boxeo idiotiza,
Dante. Porque fueron los mismos que hace dos años lo subieron a un pedestal,
los que ahora lo reducen a la figura de un charlatán y fanfarrón.
El tipo, Martínez,
fue campeón del mundo, considerado uno de los tres mejores del mundo en su
momento de esplendor. Con él, los gimnasios se volvieron a llenar. Con él,
también, una generación comenzó a ver boxeo. Los otros, los más viejos, los que
habían muerto con Carlos Monzón, encendieron sus televisores otra vez para ver
cómo un argentino ponía en alto el prestigio del pugilismo nacional. La familia
volvió a congregarse tras las pantallas para ver un deporte que no fuese
fútbol. Como nunca antes en la historia del país, un estadio de 40 mil personas
se llenó para seguirlo e idolatrarlo. ¡Hace cuánto que un boxeador no era ídolo
popular! El tipo, Martínez, claro, refundó un deporte. Es leyenda viva. No
tiene que demostrarle nada más a nadie, porque ya dio todo. La caída ante Miguel
Cotto no fue más que el desenlace de una carrera brillante. A veces los
campeones no saben retirarse a tiempo. Él quería una batalla más.
Y, como dijo el
tipo, el poeta murió lejos del hogar. No lo merecía, pero así lo quiso. Los
movimientos de pierna y cintura que habían dibujado obras maestras dentro del
cuadrilátero, se marcharon. Las pinceladas que de los guantes nacían en otros
tiempos, ya se han ido. Golpe a golpe, así vio el poeta derrumbarse lo que
quedaba de él. Los puños se desdibujaron, las piernas cedieron, la cintura vio
corromperse el centro de gravedad, el empapado rostro se hinchó, la vista
perdida se nubló, el corazón impávido le dijo seguí, el sensato entrenador le
dijo que no, y nosotros le decimos gracias, gracias, gracias al campeón.
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